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Blockchain genera un nuevo modelo de TV al pagar a las audiencias por su trabajo


Con la extensión de la imprenta, se generó el sistema de medios de comunicación. No es que antes no existiesen medios de comunicación, tales como los propios libros manuscritos, sino que se genera eso que se llama un sistema, caracterizado por su tendencia a fijar las relaciones entre los elementos del mismo. Aquí, los principales elementos eran autores, mensajes y receptores. Y, como ocurre en otros sistemas sociales, la fijación de las relaciones se lleva a cabo mediante la institucionalización de las mismas, e incluso mediante su regulación legal.

Por ello, la imprenta no sólo produjo una industria a su alrededor sino que, también, una amplia regulación. Al principio, la regulación es débil, y se enfoca principalmente a los mensajes. La Iglesia y el poder político, que ya empieza a tomar las características de estado-nación, son los principales promotores de regulaciones para proteger sus mensajes –la Biblia, es el ejemplo- de la competencia de otros mensajes, que pudieran entrar en competencia. Ambos tipos de poder estaban especialmente interesados en acumular audiencias para sus mensajes, que, en su mayor parte, eran mensajes sin autor de carne y hueso.


Estaban creados por Dios, la anónima tradición popular –reconvertida en tradición nacional- o la majestad real, que tampoco tiene cuerpo que alimentar, aunque sí lo tenga quien ocupa el cargo, habitualmente el rey. En la segunda fase y bajo el argumento de proteger el esfuerzo del productor de los mensajes, surge la defensa de los derechos de remuneración de esa nueva figura que es el autor por las copias que se vendieran de su obra. En lo material, se pretendía que los autores pudiesen dedicarse profesionalmente a escribir a cambio de una remuneración por sus obras; pero quienes principalmente impulsaron esta nueva regulación fueron los impresores y editores –coincidentes en una misma persona, en un inicio- para proteger su esfuerzo de las múltiples copias que potencialmente podían hacerse de lo que ellos habían puesto en circulación.


Se estableció la diferencia entre copias legales e ilegales, a lo que contribuyeron los poderes eclesiástico y político, puesto que, con su intervención, podían controlar también el contenido de los mensajes, que no fuese contrario a sus doctrinas, puesto que gestionaban la legalización de su circulación. Se luchaba así contra lo que puede denominarse acumulación ilegal de audiencias, ya sea porque se acumulaban con mensajes no autorizados, ya sea porque se acumulaban con copias que no generaban derechos para sus productores originales: autores, impresores o editores.

Con variaciones y, sobre todo, fuertes retos, el modelo de la relación entre los elementos de la segunda fase se ha mantenido durante los últimos siglos. El primer gran embate viene de los medios audiovisuales masivos, ya que la defensa particularizada de los autores se complica, tanto por la constante redefinición de los mismos -¿qué es un autor en canción? ¿quién escribe la música? ¿quién escribe la letra? ¿quién la interpreta en una grabación? ¿quién la interpreta en un escenario? No digamos ya en actividades más colectivas de la industria del entretenimiento, como el cine o el fútbol- como por la dificultad de establecer una relación directa entre ese autor –sea como sea que se configure- y el receptor o consumidor del mismo.

La audiencia era masiva y, por tanto, desconocida, y puede decirse lo mismo de los autores, que, además de tener protegidos sus derechos individuales a partir del control de las ventas de las copias de sus obras, cuando éstas tomaban la forma de producto (libro, película, disco), o de las difusiones a partir de los medios de comunicación, también lo pasaban a tener de una manera asimismo difusa, sin identificación de autores, cuando la recepción de sus obras se llevaba a cabo en bares, fiestas, bodas, hoteles o cualquier espacio que se consideraba público.

Así, instituciones como la SGAE, en España, cobra a bares, organizadores de fiestas, novios, propietarios de hotel o peluqueros en el difuso nombre de todos los autores, con independencia de los específicos autores encargados de dar entretenimiento en tales agrupaciones. Desde tan singular forma de defensa de los derechos de autor, tal vez puedan explicarse las poco edificantes conductas de los gestores de esta institución, según nos han contado los medios de comunicación. Por otro lado, la SGAE es actualmente lo más parecido al Tribunal de Orden Público franquista: dispuesta a sancionar en cuanto se reúnan más de tres personas, dando muestras de la incongruencia –y poca legitimidad- de su función en las sociedades modernas: democráticas, cuidadoras de las libertades personales.

El segundo embate al modelo ha venido de la facilidad para la copia –y la dificultad para su control- con la digitalización. Casi puede hablarse de un golpe mortal al modelo, por mucho que se fundamente moralmente la necesidad de que los consumidores a los autores –y su entorno industrial- para que éstos puedan seguir creando y, por su lado, los consumidores disfrutando de novedades. Parece que la relación directa y comercial entre autor y audiencia, a partir del disfrute de ésta de los mensajes generados por el primero, queda tan diferida como la sucesión de copias pirateadas y sin control alguno.

¿Y la protección de la audiencia? Más allá de las relativamente recientes regulaciones vinculadas a la defensa de los consumidores en general, la audiencia ha tendido a ser “protegida” contra su voluntad. Es representada como un menor de edad. En la primera fase, queda protegida de los mensajes que pudieran desviarla de los dogmas. Después, se mantuvo durante mucho tiempo esa prevención contra los mensajes que la desviasen de lo que se tenía por recto, formal y normal. Hoy, en los países democráticamente avanzados, la protección tiende a restringirse a los segmentos de la audiencia más vulnerables, como la infancia o la juventud. Ahora bien, prácticamente nunca se ha reconocido el esfuerzo de la audiencia, no se ha reconocido la recepción como un trabajo. Ni siquiera cuando, como dejó claro el analista canadiense Dallas Smythe, la audiencia es vendida a los anunciantes por parte de los medios de comunicación.


A la audiencia se la daban “gratuitamente” los mensajes, a pesar de que invertía tiempo y que frecuentemente suponía una mala inversión, perdiendo ese tiempo. En todo caso, aquí la relación de la audiencia era principalmente con el medio de comunicación, y no tanto con los autores concretos de los mensajes. A partir de blockchain, parece abrirse un nuevo modelo de relación entre nuestros tres elementos. Por un lado, las relaciones entre autor y receptores toman un cariz más directo. El autor puede saber en cada momento cuántos y, en cierta medida, quiénes están consumiendo su obra. Pero, además, la acumulación de audiencia de un particular mensaje puede llevarse a cabo tanto por la calidad de la obra, de manera que los consumidores reconocerían la misma pagando por ella y, sobre todo, por las expectativas de futuras creaciones; como retribuyendo a la audiencia por seguir ese mensaje y la publicidad o propaganda que previsiblemente adjuntaría. Así, por primera vez y de manera articulada, se reconoce tanto el esfuerzo del autor, impulsándole a seguir con su esfuerzo creativo a partir de una remuneración sobre tal trabajo futuro; como el esfuerzo de la audiencia, motivándola a enfocar su atención hacia mensajes cuyo consumo podría suponer un esfuerzo.

Este nuevo modelo ya tiene sus incipientes concreciones. Por un lado, la distribuidora australiana de películas bajo demanda, Demand Film, recompensa con sus tokens a los espectadores de las películas de su plataforma, ya sea por verlas y hablar de ellas, o por compartir trailers de las mismas en sus redes sociales, siendo así partícipes de la promoción de los títulos. El monto de la retribución vendrá dado por el número de entradas de cine que consigan vender o por cantidad de visionados del tráiler compartido. Por lo tanto, se retribuye el esfuerzo por hacerse eco de la película. Algo que hacemos habitualmente, aun cuando a cambio únicamente y en el mejor de los casos del implícito reconocimiento que podamos obtener como líderes de opinión o prescriptores dentro de nuestras comunidades.


Con los tokens recibidos, los receptores pueden buscar institucionalizar su posición como tales líderes de opinión, ya que constituyen el capital para ser cambiado por capital cultural, como es la posibilidad de ver gratuitamente más películas e incluso de manera previa a su estreno, o por capital social especializado, ya que sirven de instrumento para entrar en contacto con directores, actores y otros agentes de la industria cinematográfica.


Por otro lado, los usuarios de la web porno Tube8 recibirán tokens por ver vídeos e interactuar en la plataforma. Algo llamativo si se tiene en cuenta que es, precisamente en este tipo de sitios web, de los pocos que se paga por consumir sus productos. Ahora, cuantos más vídeos se vean… mayores recompensas, en forma de tokens, se reciben. Es decir, la audiencia que antes era “protegida” de este tipo de mensaje -en fases previas del sistema de comunicación- es ahora incentivada a consumirlo. Las cosas están cambiando radicalmente.


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